Juegos

Madrid debería recibir mañana, según dice la prensa, el encargo de organizar los Juegos Olímpicos de 2020. Ignoro si la candidatura madrileña es mejor que las de Tokio y Estambul; en Tokio y Estambul dicen que no, en Madrid dicen que sí. En principio, la ciudad española muestra dos ventajas relativas, la obra ya hecha y el buen momento deportivo del país, y una virtud indiscutible, la de la constancia. Este es el tercer intento consecutivo. Más de tres olimpiadas lleva Madrid preparándose sin pausa. Espero que finalmente gane.

También espero que, de salir derrotada, no se postule para 2024. La constancia es una virtud. La pesadez es un defecto.

No puede esperarse una decisión justa del Comité Olímpico Internacional, cuya venalidad ha aflorado en múltiples ocasiones. Hay que esperar una decisión, a secas. Las ventajas madrileñas son notables, como sus inconvenientes: la deuda municipal (cada ciudadano paga más de 300 euros anuales para devolver créditos), la corrupción política (no creo que eso espante demasiado al COI), la persistencia del dopaje en el deporte español y el mecanismo rotatorio, por el que ahora, tras Londres y Río de Janeiro, correspondería trasladar los Juegos a una urbe asiática.

Una victoria supondría un bálsamo psicológico para todo el país, enfangado en una recesión inacabable, una gran oportunidad publicitaria y, quizá, una reducción del desempleo cercana al 3 por ciento. Todo vale en momentos de necesidad. Una nueva derrota también podría implicar aspectos positivos. Aunque buena parte del gasto esté hecho, los costes siempre se disparan a última hora. Y la perspectiva histórica desmonta el mito de la rentabilidad olímpica: la mayoría de las ciudades organizadoras han salido perdiendo. Considerando las tres últimas, Atenas fue una catástrofe, Pekín derrochó lo que quiso porque podía y Londres, un año después, sigue deprimida. Barcelona y Seúl son excepciones porque salían de un tremendo retraso infraestructural, representaban a países pujantes y disponían de capacidad de endeudamiento. No es el caso de Madrid.

Esperemos y confiemos. Da igual un poco más de deuda (la de España ya es impagable, se mire como se mire), si a cambio se reciben una alegría y un soplo de optimismo. Eso sí, por favor, no insistamos. Debe ser fácil acostumbrarse a viajar en primera y a compadrear con la llamada familia olímpica, pero hay que poner un límite. O la candidatura eterna se convertirá en el modus vivendi de unos cuantos.